De pequeña, muchas veces sentí que sabía menos que mis compañeros. No era porque no pudiera aprender, sino porque los métodos de enseñanza no estaban adaptados a mí. Con los años, descubrí que simplemente necesitaba una forma diferente de aprender, como también les pasa a muchos otros niños. Cuando estudié en la escuela de adultos y en repostería, aprobé todo a la primera con muy buenas notas, y...
De pequeña, muchas veces sentí que sabía menos que mis compañeros. No era porque no pudiera aprender, sino porque los métodos de enseñanza no estaban adaptados a mí. Con los años, descubrí que simplemente necesitaba una forma diferente de aprender, como también les pasa a muchos otros niños. Cuando estudié en la escuela de adultos y en repostería, aprobé todo a la primera con muy buenas notas, y eso me confirmó que el problema no era mi capacidad, sino la manera en que se me enseñaba.
Por eso, creo firmemente que cada alumno es único, y que un buen profesor debe adaptarse a sus necesidades. En clases particulares esto es mucho más posible que en un aula con 30 niños. Me esfuerzo por conectar con cada alumno, escucharle, motivarle y hacerle sentir importante. La enseñanza no debe ser aburrida ni rígida; puede ser cercana, entretenida y personalizada.
Mi forma de dar clases se basa justamente en eso: en adaptarme al ritmo, personalidad y necesidades de cada niño. Creo que cada alumno es un mundo distinto, y parte de la tarea del profesor es encontrar la forma de conectar con él, lograr que se sienta valorado y que aprenda con ganas. Cuando un niño se siente comprendido y motivado, es mucho más fácil que disfrute aprendiendo.
No se trata solo de enseñar contenido, sino de despertar interés, confianza y curiosidad. Porque aprender puede ser también una experiencia bonita y divertida.
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