Como el comer y el rascar, enseñar también es cuestión de empezar

Las primeras clases fueron un modo de completar ingresos, sabía que podía y tenía los conocimientos, ¿por qué no hacerlo? Pero qué lejos estaban mis expectativas con la realidad, mis ideas preconcebidas con lo que de verdad sería. Y fue mientras recorría esa distancia que entendí, disfruté, experimenté y algo cambió en la visión que tenía.

Lo primero que me sucedió fue enfrentar el reto personal que suponía dar clases: ¿estaré a la altura? ¿seré capaz de contestar sus preguntas? En mi caso no sólo reforzó mi sensación de ser capaz, si no que me ayudó confrontar el miedo y no salir corriendo, es decir, a perseverar.

Cuento todo esto porque otra de las grandísimas lecciones de ser profesora es que, quieras o no, estableces un compromiso, un vínculo y aquellas personas con las que te relacionas (más si son jóvenes) van a mirarse en ti y a depender de algún modo de ti. Serás su espejo. Para mí ha sido la gran lección y motivación: intentar ser la mejor versión de mí misma y dar lo mejor de mí para que esas personas puedan mirarse en ejemplos y no en vanas palabras.

La enseñanza, desde mi punto de vista, no consiste en un mero traspaso de información y punto, no sirve de nada si además no estamos ofreciendo herramientas, recursos, modelos con los que enfrentar las circunstancias y procesos de la vida. Desde ahí es desde donde me enamoro más cada día.

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