Sobre ignorar, escuchar y la importancia de lo heterogéneo

Sensu stupidus

La estupidez insiste siempre;

uno se daría cuenta de ello si no pensara siempre en sí mismo.

La peste, Albert Camus

Diferencia entre estupidez e ignorancia

Solemos hablar de estupidez e ignorancia como si fuesen sinónimos, términos que podemos intercambiar dependiendo de si queremos, o no, tener algo de tacto al referimos a una persona o a una acción puntual que consideramos de pocas luces. Asimismo, decimos: “¡sí, soy estúpido!”, cuando nos quedamos en blanco al intentar responder algo que deberíamos saber bien.

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Las definiciones recogidas por la RAE parecen ir en esta misma sintonía: un ignorante es alguien que carece de conocimientos; un estúpido es alguien falto de inteligencia. Prácticamente lo mismo.

Sin embargo, al estúpido también se le define como necio. Por definición, un estúpido es, además de ignorante, un necio, y es esta cualidad, la necedad, la que marca una importante diferencia que intentaremos desarrollar aquí.

La ignorancia, por sí sola, podemos entenderla como el mero desconocimiento de las cosas, o bien como la ausencia de conceptos para entender o actuar adecuadamente en relación con algo. Esta puede venir acompañada por la vergüenza o el pesar de no llegar a saber o comprender lo que se ignora, y la consecuente aspiración a superar ese estadio de incomprensión. Pero también (y he aquí el quid del asunto) puede ser sostenida con terquedad.

Quien hace lo segundo (es decir, el necio) por lo general ignora que es ignorante y se atrinchera en cualquiera que sea su prejuicio o preconcepción distorsionada sobre las cosas. Así, pensada con detenimiento, la estupidez se nos presenta ahora más como una disposición de la sensibilidad que como la simple ausencia de conocimiento.

Aparece ahora como una suerte de negativa a examinar nuestras propias opiniones, un encerrarnos en nosotros mismos que no admite diálogo alguno. El estúpido es sordo a la otredad, defiende con soberbia su intransigencia y rechaza todo lo distinto, todo aquello que pueda obligarlo a salir de su zona de confort. La estupidez niega al otro.

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¿La ignorancia es atrevida?

De acuerdo con el filósofo Platón, toda forma de maldad proviene de la ignorancia. Curiosamente, es por Platón que sabemos que su propio maestro, Sócrates, no sólo gustaba de reflexionar a través del diálogo con otros, sino que además partía siempre desde la premisa de sólo saber que no sabía nada.

Sócrates fue, probablemente, uno de los primeros pensadores en comprender la importancia del diálogo, es decir, de abrirnos a lo que nuestro interlocutor tiene para decirnos, en vez de asumir de entrada que nada pueden enseñarnos y cometer la insensatez de creernos siempre en posesión de la verdad.

Por el contrario, el estúpido siempre supone saber más de lo que realmente sabe (el famoso efecto Dunning-Kruger), llegando a alardear de su inteligencia, denigrando a cualquiera que no comulgue con su postura e incluso despreciando el quehacer intelectual per se, puesto que, por lo general, subestima la dificultad de ciertos temas y se niega a ahondar realmente en ellos, conforme con lo que cree saber.

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La estupidez, como promotora de la mediocridad, es en sí misma vulgar. Vulgaridad que denuncia Ortega y Gasset cuando habla del señorito satisfecho, ese tipo de hombre que se siente tan contento en sus opiniones y se piensa tan sobrado que esto le lleva a cerrarse para toda instancia exterior, a no escuchar, a no poner en tela de juicio sus opiniones y a no contar con los demás (La Rebelión de las Masas).

Al estúpido, prosigue Ortega, no le basta con sostener sus posturas en coexistencia con la pluralidad (quizá porque concibe la pluralidad como una amenaza a su comodidad), y busca siempre imponer su voluntad de forma irrestricta, sometiendo al mundo, si le es posible, a su capricho.

Por otro lado, se verá con claridad que puede serse un estúpido sin que uno sea necesariamente un total ignorante (asumiendo de antemano que todos somos ignorantes en mayor o menor medida).

Verbigracia: durante la primera guerra mundial, el astrofísico Arthur Eddington pasó grandes dificultades para divulgar, entre sus colegas de Cambridge, la teoría de la relatividad de Albert Einstein. ¿La razón? En primer lugar, le decían, Alemania era el país enemigo. En segundo, si las investigaciones de Eddington confirmaban el modelo Einstein (como eventualmente sucedió), eso significaría que Isaac Newton, el eminente físico inglés, se había equivocado en su concepción del fenómeno de la gravedad.

Para estos hombres estudiados, y, presumiblemente, muy cultos en su ámbito académico, podía más el chovinismo y la arrogancia que su valoración de la verdad; habrían sacrificado el progreso científico y humano por mera autocomplacencia.

Lamentablemente, esta estupidez educada es cada vez más común, entre el auge de la democratización de la educación y el libre acceso al Internet, aunque resulte irónico que, entre la abundancia de la información, escasee la sensatez.

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Hoy día somos testigos de cómo mucha gente destacada en el ámbito intelectual (o al menos con las herramientas discursivas para articular ideas coherentes) tiende a legitimar discursos que rechazan todo disentimiento y que en el fondo no llaman sino a la aniquilación del otro.

En el nombre de la ciencia y de la objetividad se suele instaurar un fundamentalismo que se niega al cambio y se solidifica para mantener un statu quo en el que prima la desigualdad y en el que se pone constantemente en jaque la dignidad de aquellos que no comulgan con lo canónico.

Usted que me lee, reflexione conmigo: ¿cada cuánto admitimos no saber o no conocer de un tema sobre el que realmente no hemos pensado lo suficiente? ¿Con qué frecuencia nos animamos a escuchar posturas antagónicas antes de apurar nuestras conclusiones?

Creemos que es vergonzoso mostrar desconcierto y en ese constante pretender que sabemos nos volvemos vanidosos y orgullosos de nuestra fachada. La honestidad y la prudencia que se requieren para evaluar con justicia aquello que hemos aprendido, así como revisar constantemente aquello que damos por verdadero, pasan por admitir primeramente los límites puestos por nuestra ignorancia, tal como Sócrates invitaba a hacer.

La fatal arrogancia del estúpido, segura de sí misma y hecha norma a través de los mecanismos de la política, sólo puede desencadenar en la hostilidad autoritaria. Una sinrazón ciega y cruel que, así como un hoyo negro, pretende consumir todo dentro de sí y acaba por destruir todos aquellos valores sobre los que construimos civilización.

La importancia de lo heterogéneo

Lo que llamamos civilidad no es otra cosa que la coexistencia más o menos armoniosa de una heterogeneidad humana. A diferencia de los clanes, las bandas, la tribu o la mera familia, la ciudad nació de ciertos espacios comunes en los que se llevaba a cabo alguna suerte de negociación, ya sea cultural, intelectual o mercantil.

Es lo que Ortega llamó "synoikismós", o sinecismo, una dinámica opuesta a la que se da en el "oikos", o casa, en griego (pero también podríamos pensar en asentamiento o aldea), donde prima la homogeneidad establecida por la unión según lazos de sangre (la familia), creencias (la religión), el lenguaje, la tradición y un largo número de etcéteras.

Mientras que en el oikos se respeta una autoridad de forma más o menos indiscriminada (el patriarca, el sacerdote, o el cacique/rey), quedando poco espacio para la discrepancia y valorándose la uniformidad según las reglas y las costumbres tribales, vemos que, en la ciudad, por el contrario, aparece el "ágora", o ese espacio de reunión pública que en la contemporaneidad asociamos con las instituciones democráticas y con los mercados.

Lo que distingue al ágora de cualquier otra forma de reunión social es la confluencia de distintas culturas y la necesidad de la política, el acuerdo, la diplomacia y la discusión. Y es que allí donde confluyen diferentes grupos humanos, con sus diferentes intereses y perspectivas -por lo general antagónicas-, o bien se da la negociación, o se da entonces el campo de batalla.

En el ágora de Atenas se reunían los pensadores en torno a Sócrates para ejercitar la razón mediante el diálogo. También era común el intercambio comercial entre mercaderes de distintas regiones del mediterráneo e incluso del oriente, desde donde eventualmente llegaron los primeros cristianos a hacerse escuchar.

Se construyó allí la asamblea y era un espacio para el despliegue de las artes. Es ese espacio intangible el que nos aísla de la barbarie, de la existencia meramente rupestre, y, en efecto, del campo de batalla.

Y no porque el ágora acabe con el conflicto que nace de la multiplicidad de nuestros intereses, sino porque es una forma sublimada de contienda que mantiene la tensión sin romperla, es decir, sin recurrir a la destrucción de alguno de sus extremos.

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Siempre que la coexistencia de la heterogeneidad (es decir, de los distintos puntos de vista, las distintas creencias y la diferencia, en un sentido general) se ve comprometida por algún grupo con la pretensión de disolver los tensiones humanos a través de la sistemática erradicación de uno de los dos lados que pujan (el que no se parece a ellos), lo que realmente está en juego es la vida civilizada.

Cuando se desconoce o deshumaniza al otro y se reniega de la razón como instancia común para sopesar nuestros conflictos, por lo que se aboga es por la sangre y el fuego. Volvemos a Gengis Khan, a la Santa Inquisición, a los campos de concentración, a las Gulag, al KKK... Cualquiera que sea su ejemplo favorito.

Cuando alguien suelta frases como: "yo no tengo nada en contra de x grupo, pero no deberían participar de los espacios/promoverse/exhibirse/coexistir", lo que esa persona está queriendo decir es que, si estuviese en su poder, desaparecería esa diferencia en nombre del statu quo.

Pero no es la absoluta e inamovible homogeneidad lo que caracteriza al espíritu cívico (que es el espíritu racional y esa apertura de la sensibilidad opuesta a la obliteración de la estupidez), sino el constante dinamismo del diálogo que requiere de la otra perspectiva.

Y no puede haber diálogo sin un otro, sin alguien que nos fuerce a adoptar una posición neutral entre nuestros intereses y los suyos, forzándonos a salir del solipsismo de nuestras cuatro paredes.

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