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Historia de la música clásica británica (I)

En muchas ocasiones he advertido que la música inglesa goza de pocas simpatías. Mi natural tendencia a examinar esta clase de problemas que parecen infinitamente menores a otros de más envergadura, me ha llevado a unas conclusiones que, si bien no son definitivas, pueden contribuir a arrojar luz a este fenómeno. En primer lugar, cabe decir que a excepción de Italia, Francia y Alemania, hay pocas naciones que durante los últimos 300 años hayan suscitado un interés general. Eso se debe, claro está, a que la historia de la historia de la música (valga la complicación) ha tenido dos tendencias: primero, a que el discurso ha sido dominado básicamente por alemanes y que, por lo tanto, han priorizado sus autores y repertorios y, en segundo lugar, el lugar preponderante en este discurso de eso a lo que llamamos obras.

La dominación alemana, que coincide claramente con el surgimiento del nacionalismo a principio del siglo xix, tuvo el acierto de trenzar un discurso histórico muy potente, rápidamente asumido por todos y que establece como punto de arranque la música de Bach y los organistas del norte. Esa clase de fechoría repito, asumida por todo el mundo hasta hace muy poco, desecha todo lo ocurrido antes del siglo xvii: la grandeza de España e Inglaterra en el siglo xvi quedan fuera del discurso, y por lo tanto, fuera del debate histórico. Esta situación, revertida hace ya varias décadas por los especialistas, pero no del todo asumida por el melómano, plantea una situación lineal, que arranca en el kapellmeister de Leipzig y termina en la desintegración de Schönberg.

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El segundo factor, en realidad tan o más más decisivo que el primero, constituye el motivo principal por el que Inglaterra, a pesar de su enorme peso cultural, parezca pintar poco o nada a partir del siglo xvii: su contribución a la historia ha sido de otra índole. Me gustaría dar un ejemplo ahora: si en lugar de las obras la historia de la música estuviera gobernada por la industria musical sus perfiles serían profundamente diferentes. En Inglaterra, debido a sus peculiares libertades políticas y sociales, se desarrolló mucho antes que en cualquier otro lugar una industria musical muy competitiva, una red de salas de concierto públicas (cuando en el continente todo eso dependía exclusivamente de las cortes) y un especial interés en la organología industrial. Debería recordarse que la primera historia de la música fue escrita por un inglés, Charles Burney, un incansable estudioso que llevó a cabo una de esas tareas titánicas como la de Johnson y que difiere sustancialmente del modelo alemán. (A general history of music from the earliest ages to the present period).

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Todos estos rasgos tradicionales, que se consolidaron y unificaron en el siglo XVIII, prosiguieron por supuesto en el siglo XIX. Londres continuó siendo un meca para los músicos y compositores, lugar en el que el éxito conllevaba no solo beneficios, sino un reconocimiento social imposible de encontrar en el continente. Esa tendencia inglesa de adoptar a músicos no solo es propiedad de Haendel: a finales de siglo xviii Inglaterra sedujo a Haydn, estrenando en Londres sus sinfonías postreras y ganando más dinero que en toda su vida. El mismo empresario que lo llevó a Londres, Salomon, quiso hacer lo mismo con Mozart: por desgracia el viaje previsto para 1792 nunca tuvo lugar a causa de la desafortunada muerte del genio de Salzburgo. Mendelssohn también fue bien acogido, y la música de Brahms y Tchaikovsky encontró adeptos a manos llenas.

La historia antes de la historia

Sería interesante analizar por qué se considera generalmente que la producción de autores ingleses decayó a mediados de siglo xvii y no volvió a florecer hasta Elgar. El análisis de este fenómeno se escapa a los objetivo de este artículo, pero sin duda hay que contemplar la posibilidad que Inglaterra asumiera como suya la tradición musical continental y los compositores siguieran los modelos establecidos por aquellos. Eso no deja la música inglesa en una situación de inferioridad, pero a los ojos de la historia, la hace menos original. Un caso similar puede descubrirse en España: el esplendor de su música ocurrió antes del principio de la historia de la música alemana.

Llegados a este punto, es fácil comprender por qué Purcell o Gibbons son tan poco apreciados por el público (o desconocidos al fin y al cabo) como Morales o Victoria. Sin embargo, el éxito de personajes como Falla o Albéniz no tiene correspondencia en Britten o Elgar. La sentencia de muerte para Inglaterra es no tener un componente exótico que tiene España, la Rumanía de Bartók, la Rusia de Stravinsky o incluso el americanismo de Copland. Sus rasgos contenidos y poco estrambóticos la hacen tan difícil de comprender cómo el carácter británico en sí mismo. Penetrar en su lógica puede ser un ejercicio complejo al principio, que suele dejar exhausto. Sin embargo, cuando se le toma la medida a las maravillas que nos ha legado ese país desde los virginalistas hasta Britten, comprendemos que se trata de un tesoro escondido.

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