Buscando relatos escondidos en los árboles genealógicos.

I.

La Fatarella es un pueblo de las tierras del Ebro, zona muy castigada por la Guerra Civil española. Se dice que aquí murió el último soldado republicano. La familia de mi abuelo quedó dividida entre uno y otro bando y en mi casa nadie quería hablar de ello. Mi viaje tenía como punto de partida la curiosidad de los relatos no explicados.

En el otoño de 1938, al comprender que la batalla estaba perdida, el ejército republicano diseñó una línea defensiva como perímetro de seguridad, que pasa por la Riba-Roja, La Fatarella y Ascó. Era el último núcleo de resistencia en el que apoyar la retirada, protegiendo la cabeza del puente en el margen derecho del río Ebro. En la línea fortificada de la sierra de La Fatarella se conservan bastantes refugios, testimonio de estos sucesos.

El pueblo de mis ancestros reluce desde los caminos de las afueras. Sus casas se apiñan alrededor de la iglesia, dispuestas a lo largo de las calles desniveladas. Los lugareños han acabado sus labores y se dirigen a tomar el fresco en las horas bajas. Sacan sillas y bancos de madera y se ponen en círculo, charlando hasta que cae la noche. Yo prefiero alejarme para pisar tierra pedregosa y experimentar los olores del tomillo y otras hierbas aromáticas que emborrachan al visitante en agosto.

Pronto se esconderá el sol y los jabalíes saldrán de los bosques para dirigirse a las zonas de cultivo. En ocasiones, llegan hasta el polideportivo o la piscina municipal, entonces, se debe tomar medidas. Cuando pasa esto, los hombres del pueblo forman grupos de voluntarios y van a cazarlos. Por el momento, hoy se limitan a disparar cañonazos por la noche para alejar al animal del núcleo habitado, según me contó el camarero de El Casal.

A pesar de mi temor de urbanita, considero que ver este animal en su hábitat merece un riesgo y me dirijo hacia el bosque. En cuando desaparece la algarabía de los niños, el primer sonido que oigo es parecido al de un gorrino. No me detengo para comprobarlo y huyo sin pensarlo dos veces. Después de atisbar un árbol, al cual poder subir en caso de ataque, freno en seco. De mi bolsa caen las pocas almendras que había cogido en los bordes del camino.

Al cabo de unos minutos, que me parecieron horas, aparece en el camino una chica paseando con un bebé. Intento recomponerme e inicio una conversación de cortesía. Cuando le explico el motivo de mi viaje, insiste en presentarme al resto de su familia, pues es posible, afirma, que los más ancianos conozcan a mis antepasados.

Mi apellido enseguida es reconocido en el coro de personas y me lanzan mil preguntas que no sé responder.

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