Mi primer viaje a japón: el comienzo de toda la locura

Hoy os voy a hablar un poco de mi primer viaje a Japón…

Sentaos un ratito que me voy a poner en modo abuela cuentacuentos, pero os promezo que no será un plastazo y que algo sacaréis de este post, aunque sea una pequeña cefalea.


Mapa de Wazuka, ese pueblín...

A ver, yo en aquel tiempo tenía 23 años y estaba en el momento más álgido de mi vena friki. Me juntaba con gente que me incitaba a esta mala vida de llenar mis estanterías de mangas y juegos de rol.

Todos soñábamos con ir “al paraíso” e incluso planeamos viajar un puñado de frikis juntos en amor y compañía, allá por el 2001, cuando la odisea no fue precísamente en el espacio, si no que un tal Mohamed y sus amigos, decidieron poner en práctica lo que habían aprendido en el Flight Simulator y montaron un pifostio de proporciones épicas.

Total, que si a mi ya no me gustaban los aviones, pues ahora menos, pero aun así, por ir a Japón estaba dispuesta a todo, tanto como estar a las 6 de la mañana en la puerta de la delegación de la Xunta de Galicia, ahí, con la fresca al ladito del mar, para conseguir una de las dos plazas que había para el campo de trabajo en Japón que promocionaba el INJUVE.

Cuando conseguí mi plaza, casi descorchan una botella de licor café para celebrarlo, de esas de casa… ¡Que estamos en Galicia!.


Iba super preparada aunque no lo creáis.

Así que me preparé el viaje como una loca, buscando hoteles en Osaka y en Tokio que era donde iba a estar unos días antes y otros después de que acabara el campo de trabajo.

Lo tenía todo super controlado e incluso busqué un montón de sitios para visitar, pero ¿sabéis lo primero que hice al aterrizar? ¡Qué bien me conocéis! Pues sí, me fui de compras mientras los señores del hotel preparaban mi cuarto porque había llegado a Osaka como a las 10 de la mañana.

En esos primeros momentos estaba tan emocionada que todo me daba igual, no me importó que tuviera que defenderme exclusivamente en japonés cuando yo solo había asistido un año y un curso de verano a clase. Yo, en ese momento y como es mi costumbre, me dedicaba a contarle mi vida a todo el mundo, que hacía que me entendía, menos el del taxi que me tenía que llevar al hotel, al que tuve que darle la tarjeta del susodicho local para que el señor no se flipara.


El castillo de Osaka

Un gato japonés durmiendo a la sombra... esta foto es premonitoria, ahí encontré mi vocación de hacerle fotos a los gatos y llenar mis dispositivos electrónicos de ellas.

Os puedo decir que estaba tan alucinada y en éxtasis continuo (Santa Teresa una looser a mi lado), que no comí nada en dos días, hasta que me empezó a doler la tripa y pensé: Se me olvida algo… y al olor del ramen del castillo de Osaka, me di cuenta. Ni habiendo subido antes al castillo de Himeji, ni siquiera cuando subí al monte Sosha solo para ver dónde habían rodado un cacho de “El último samurai”, me acordé de nutrirme. Para ser brutalmente honesta, yo tenía (y tengo, pero menos) reservas como para pasar un apocalipsis zombie y me vino de perlas. Niñas y niños, no hagáis esto en casa.


El campo de trabajo con la gente trabajando y yo haciendo la foto.

Después de dos o tres días en los que volví a comer y se me pasó el jet-lag, tocaba irse al pueblín, que no teníamos ni puñetera idea de donde estaba todos los que éramos extranjeros, así que el tío que estaba “al mando” dijo que nos iría a buscar a la estación de Kamo, lo más cercano al pueblo donde llegaban las vías del tren.

Allí me encontré con dos franceses, uno que no paraba de quejarse todo el rato y otra chica muy maja. Nos fuimos a tomar un ramen y aguantamos al otro tío quejándose de que no había un tenedor… A ver, pedorro, estamos en un pueblín de Japón, ¿qué esperabas? ¿Que te sacaran la cubertería de plata?

Bueno pues pasé 15 días cultivando té, intentando que no me comieran los bichos y haciendo cosas muy divertidas como visitar a las abuelitas del pueblo y cantar temas tradicionales con un organillo Casio, que ríete tu del auto-tune, hasta ir a un cole de primaria donde me encontré rodeada de pequeñas criaturas haciéndome trencitas en el pelo, yo contándoles mi vida y ellas la suya.


A ver si os creéis que yo no trabajé nada...

La verdad es que esas experiencias no las volveré a vivir nunca, y aunque suene meláncólico, creo que mi encuentro con la serpiente en medio del monte es algo que me alegro si no se vuelve a repetir.

Tengo que agradecer los consejos de mis compis de campo de trabajo, porque gracias al consejo de una chiquina italiana, aprendí algo que me sería muy útil en la vida y en mis viajes futuros: que la oficina de correos te salvará la vida en tus horas más oscuras.

En la oficina de correos era el único sitio donde se podía sacar dinero con tarjetas extranjeras, ahora con lo de las olimpiadas están mejorando esto. Además me dijo: En la maleta no te va a caber todo lo que te has comprado, ¡envíalo por correo! Y eso he hecho todos los años que he visitado Japón, porque desde luego que no me iba yo a quedar sin comprar.


Totoro vendiendo tickets en su trabajo a tiempo parcial

Después del campo de trabajo, yo me fui en Shinkansen a Tokio y ahí quedé con mi amigo Shimpei, fan del Celta que conoció mi hermano en Balaidos, para ir al museo Ghibli, que había comprado entradas.

La verdad es que en aquel viaje aun me encantaba Tokio, ahora muchas veces me cuesta salir de Akihabara y Harajuku. En aquel momento no me había enamorado aun de Osaka, pero habría más viajes, que os iré contando poco a poco.

Y bueno, si queréis podéis preguntarme más cosas, que este post ha sido muy resumidito.

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