La capacidad del lenguaje para unir y aislar

Una manera muy recurrente de distinguir a un colectivo es determinar la lengua que utiliza. No es una mala manera de diferenciar en ciertas circunstancias a un grupo, sin embargo, pobre del que crea que con ese simple rasgo podrá saber mucho de los individuos que la usan. Catalán, castellano, gallego, euskera, francés o ruso, no importa. En todas sucede lo mismo.

Es cierto que las lenguas compartidas nos ofrecen la posibilidad de relacionarnos en nuestra comunidad idiomática pero, si uno lo piensa concienzudamente, llegará a la conclusión de que nadie habla la misma lengua. Las palabras tienen significados comunes para los usuarios de cualquier idioma pero, esas mismas palabras, poseen a la vez un significado particular y único para cada hablante.

Si yo pienso en la palabra pistola, por ejemplo, apenas puedo encontrar referencias sobre ese vocablo más allá del cine o la televisión. Se trata de un objeto que en mi mundo, en mi lenguaje, más que una amenaza verdadera (que lo es) se trata de un complemento cinematográfico y casi tan ficticio como una nave extraterrestre. Si por el contrario esa misma palabra es pensada por un policía, su conocimiento sobre ella es más concreto, mucho más palpable, pues la ve y la sostiene entre sus manos con asiduidad. El policía en cuestión sí ve el objeto como un peligro y una responsabilidad real. Cuando ambos (policía y yo mismo) pronunciamos el término pistola existe todo un mundo de diferencias y matices que tienen que ver con nuestra experiencia personal y que de algún modo resulta intransferible e imposible de distinguir cuando lo verbalizamos. Un color que nos agrada puede ser el odiado por alguien, pero verde suena verde en ambos casos, el apodo de una persona que detestamos, supone el apelativo dulce del amado para otro, el nombre de una enfermedad se convierte en un triste recuerdo o en absoluta indiferencia en voces que la reproducen idéntica.

Si bien nos une, la lengua también nos aísla, y no existe posibilidad alguna de conocernos a no ser que más palabras sean dichas y más voluntades dispuestas a ello.

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