Sobre mi amor por la enseñanza y otros juegos

Cuenta mi madre que cuando era pequeña, colocaba a todos mis peluches en fila y les iba tomando nota de asistencia, los pasaba a la clase (que no era otra cosa que el sofá) y empezaba a impartir la lección. Mi madre, que es profesora desde hace más de cuarenta años, se ríe todavía cada vez que recuerda cómo regañaba a los peluches distraídos y cómo premiaba a los aplicados.

Es una historia tierna, sí, pero mentiría si dijera que la pasión o el amor que cultivo ahora, tiene su raíz en aquellos primeros años de "enseñar" a sumar y restar al osito Luis o a la muñeca Antonia.

Mi verdadero amor por la enseñanza llegó muchos años después, cuando ya estaba trabajando a tiempo completo en la editorial que por aquellos entonces me empleaba como Social Media Manager y Editora.

Recuerdo que durante la edición del primer libro que me encargaron ("Cómo sobrevivir a Carla", de Luis Cano Ruiz), experimenté un montón de las sensaciones que mi madre me había explicado que sentían los maestros. Inseguridad a lo largo de la primera reunión con el autor, determinación por guiar hacia el camino adecuado los meses que duró el proceso y, por último, un orgullo indescriptible cuando Luis se enfrentó al examen final: la publicación de su libro y la acogida entre el público.

Por aquellos entonces, me dediqué también con pasión a la dramaturgia y en un momento dado, una conocida me preguntó si me gustaría impartir un taller de microteatro. Respondí que sí sin dudarlo y en ello que me puse, a preparar el material de estudio y los ejercicios. Y entonces, y no antes, lo supe: amaba enseñar.

Si sentía tantas mariposas en el estómago preparando mis clases, ¿cómo llegaría a sentirme en la primera clase o tras la primera tutoría? Enamorada, así me sentí.

Y por suerte, a día de hoy, todavía experimento esa sensación cada vez que conozco a un alumno nuevo, cada vez que corregimos un ejercicio y lo veo avanzar.

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