El último escalón: si me miras desde arriba, no aprendo.

Cuentan que, hace años, en la escuela había escalones. No eran escalones para subir al piso de arriba, ni para bajar al patio. Eran escalones para separar a quienes enseñaban de quienes aprendían. Niños y niñas abajo, sentados y obedientes, quietos y callados (a veces). Docentes arriba, con autoridad, mirando por encima, desde su pedestal, la “tarima”.

En realidad, esta historia no es un cuento. Y tampoco es de hace años. Aún existen los escalones. Aún existe un alumnado que grita en silencio ¡ponte a mi altura y mírame a los ojos!

Subir el escalón que separa, es entrar en territorio vedado. Es como intentar conquistar una montaña sin saber qué hay en la cima. Es coger una tiza y darse la vuelta, sintiendo varios pares de ojos escrutadores en la nuca. Subir el escalón que separa, es un pequeño gran esfuerzo.

La mayoría de esos peldaños se han eliminado, al desgastarse poco a poco la idea de que el maestro es un ser superior, que nunca jamás puede ni debe soltar las riendas de los caballos que le pertenecen unas cuantas horas al día. Sin embargo, todavía quedan algunos.

Hay quienes todavía no han desterrado la idea del poder absoluto sobre su aula, con todo lo que hay dentro: mobiliario y alumnado. El proceso de enseñanza-aprendizaje que llevan a cabo, se centra en la primera parte. Enseñar, emitir, dirigir los conocimientos hacia adelante, hacia abajo, y esperar a que alguien los recoja (y, con suerte, los asimile). El proceso es unidireccional. Y los niños lo saben. Sienten muy dentro el poder del escalón, aunque ya no esté. El escalón que separa. Que crea una línea imaginaria entre lo que aprenden y quien se lo enseña. Una línea que circula entre los manidos ecos de unas palabras que todos conocemos: “la letra, con sangre entra”. Y estos niños, recordarán la regla de tres porque aquel día sintieron vergüenza al subir el escalón, coger la tiza y fallar un ejercicio. Recordarán las leyendas de Bécquer asociadas al rubor en las mejillas.

Por suerte, muchos maestros y maestras saben que, si quieren entender o hacer llegar un mensaje, deben agacharse, estar a la altura mental y física de los ojos que les observan. No saben de escalones que separan, solo de escalones que fomentan la psicomotricidad y sirven para sentarse a intercambiar cromos. Estos, saben que el proceso de enseñanza-aprendizaje no es solo enseñar. Han entendido que su labor no es solo expulsar un chorro de conocimientos que fluye en una única dirección. No. Porque en la escuela se enseña, se aprende y se intercambia. Y los niños lo saben. No conocen el escalón que separa, no conocen las líneas imaginarias entre lo que aprenden y quien se lo enseña. Y son estos niños, los que dentro de unos años, recordarán a sus maestros y maestras con cariño; los que saludarán a su “seño” al encontrarse por la calle, en vez de hacerse los suecos; los que tendrán en la mente, en algunos momentos, lecciones aprendidas tiempo atrás.

A veces, entendemos mal la idea de la autoridad. Autoridad no significa gritar, no significa blandir una vara de avellano ni dar un golpe sobre la mesa. La autoridad no nos la da un escalón. Y nunca nos la dio. Porque aquello no era autoridad. Era miedo.

Hoy, sabemos que la autoridad llega por otros caminos: el del respeto, el de la empatía. Sabemos que la autoridad se conquista día a día, cuando estamos a la misma altura, cuando nos sabemos todos los nombres y les miramos a los ojos, ofreciendo y recibiendo, intercambiando.

Ahora, podemos decir que no necesitamos peldaños que separen, no nos hacen falta. Podemos decir adiós al último escalón y reconocer que todos vamos a la escuela a lo mismo: enseñamos y aprendemos. Somos barcos navegando por el mismo río, agitados por las mismas aguas. Y los niños lo sabrán. Y la escuela…nos hará iguales.

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